Era un lunes por la noche, se aproximaba la hora de asistir
a un punto de encuentro con los vecinos de mi comunidad, una zona que hasta
hace poco se le podía catalogar como de “clase media”. Se definiría la
metodología de compra para el día siguiente en el supermercado. Sí, desde el
día anterior se comenzaban a afinar los detalles para lo que en cualquier otro
país de Suramérica, al menos, es un acto normal: comprar alimentos de primera
necesidad.
El proceso comenzó colocando las cedulas de identidad de
quienes estábamos presentes en una bolsa de plástico. Posterior a ello se dio
paso al azar para definir el orden en que compraríamos el martes, único día de
la semana en que las personas con terminales de cédula 2 y 3 pueden comprar
productos de la cesta básica, los otros días están reservados para el
resto de los terminales.
Después de escuchar los nombres de 37
ciudadanos finalmente oí el mío. Avancé, me anoté en una lista y me
notificaron que debía estar en el lugar a las 4:30 am, si no llegaba puntual mi
nombre sería tachado. Esta metodología fue, en cierta medida, consensuada para
evitar lo que en oportunidades anteriores hacíamos: dormir a las afueras del
supermercado.
Me retiré con una vecina, que con el pasar de las semanas le
he tomado cariño. Hay quienes afirman que el establecimiento de este perverso
sistema, humillante por demás, es algo planificado desde Miraflores;
manteniendo a la ciudadanía abocada a sobrevivir el día a día se garantiza una
desatención a propuestas que promuevan la generación de cambios políticos en
este golpeado país. Hace algunos meses, cuando aún podía “darme el lujo” de no
asistir a estas colas, tal vez hubiera criticado con mayor dureza este
argumento, sin embargo desde mi experiencia vivencial puedo asegurar que, si
hay intencionalidad gubernamental en generar ese efecto, pues lo están
logrando.
Desde las 7:00 pm que comienzo a compartir con mis vecinos, hasta
entrada la tarde del día siguiente, poco se habla del revocatorio, de las maniobras de las rectoras del CNE para
evitar la expresión democrática o de organizarnos para protestar ante tanto
abuso. En cambio, se habla de la esperanza en que “el camión” que traslada
alimentos traiga “harina pan”, “arroz” o “pasta”. Yo me inclino, a pesar de que
esta hipótesis me tienta en ocasiones, a creer que el chavismo no planificó
este desastre como medio de control social, sino que es fruto del fracaso de su
modelo inviable y del desfalco a la nación. Lo que sí, es que dadas estas
condiciones, direccionadas o no, el gobierno no ha perdido la oportunidad de
chantajear al ciudadano a través del derecho a la alimentación.
Así se nos va la vida a una parte de los venezolanos,
quienes faltamos a clases o trabajo, para hacer esas inauditas colas e intentar
mantener nuestras alacenas medio-llenas. Otra parte, que aún puede acceder a
alimentos de alto costo (reventa, importación, etc.) para no hacer las colas,
también padece la crisis producida por esta izquierda corrupta y trasnochada, y
es que sólo el hecho de acudir al mercado negro para garantizar la alimentación
es un signo suficientemente poderoso, anormal e injusto para demostrar que
todos nos vemos afectados, esto sin ahondar en cuestiones como la inseguridad y
la inexistencia de medicinas básicas.
El modelo producido por el populismo chavista nos ha tocado
la puerta a todos, de una u otra manera lo impensable años atrás es ahora
nuestra cotidianidad. Vivimos momentos duros que, paradójicamente, nos han dado
la oportunidad de conocernos, entendernos, apreciarnos y unirnos, y esa fuerza
podría terminar siendo el medio para evitar que en el futuro Venezuela sea dañada nuevamente por el
resentimiento, promotor de odio y corrupción. Mientras debemos ocuparnos de
usar estos puntos de encuentros para superar los obstáculos impuestos y
recuperar nuestro país.
Por cierto, ese martes, después de todo el proceso y
muchísimas horas, sólo pude comprar 2 kilos de arroz, así está mi país.
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